Saturday, August 18, 2007

Filarmónicos y Mariachis

El establecimiento de la música sinfónica en Colombia tiene una historia larga y compleja. Como en todas partes, se comenzó con un grupo de aficionados y profesionales locales y extranjeros que en nuestro caso establecieron la Sociedad Filarmónica en 1846. Esta funcionó irregularmente entre ese año y 1858, cuando los últimos esfuerzos por revivirla dieron origen a otra, la Unión Musical, de iguales características. Thomas Reed, el arquitecto del Capitolio, proyectó una sede para dicha Sociedad en la Plaza de San Victorino (ver ilustración), que infortunadamente nunca pasó de sus cimientos. Sus integrantes eran ‘filarmónicos’, es decir amantes de la música, pero aquellas eran ’orquestas sinfónicas’ pues contaban con los instrumentos y repertorio del género que se había consolidado como música sinfónica en aquellos mismos años. Estos grupos eran fruto de iniciativas privadas, con ingresos que provenían de sus conciertos y aportes de sus propios miembros.
El estado colombiano sólo muestra interés en esa música con la fundación de la Academia Nacional de Música en 1882. La Academia intentó tener una orquesta estable y cuando cambió de nombre a Conservatorio Nacional en 1910, ya había un grupo de músicos que constituyó la orquesta con la que Guillermo Uribe Holguín estrenó en el país obras de Wagner, Strauss y Debussy, que se llamó informalmente Orquesta del Conservatorio y que como parte de la ‘Revolución en Marcha’ de Alfonso López Pumarejo en 1934 se convirtió en la Orquesta Sinfónica de Colombia. Su apoteosis llega con Olav Roots como su director (1953-73) y con el compromiso de los gobiernos del Frente Nacional, que entregan su administración en 1968 al recién creado Instituto Colombiano de Cultura. La Sinfónica creó el público para la música sinfónica y la ópera, pero su fuerza como orquesta seguía dependiendo de los músicos extranjeros. Sin embargo, estos a su vez eran los profesores del Conservatorio y sirvieron de multiplicadores y para el final de aquella época de oro ya se veía como una nueva generación de músicos profesionales colombianos formados por aquellos, aparecía en el horizonte. Esta larga introducción para llegar a que en 1967, otra iniciativa privada, llamada Fundación Filarmónica de Colombia, encuentra eco en el gobierno municipal de Bogotá de la administración de Virgilio Barco (1966-69) que crea la Orquesta Filarmónica de Bogotá. El acicate de esta iniciativa fue esa onda creciente en la música profesional colombiana alimentada por el Conservatorio. Los músicos extranjeros siguieron llegando, muchos más en cuanto desmejoraba y finalmente estallaba el clima social y político del bloque comunista. Mientras tanto, en Colombia no se pudo consolidar un programa estratégico de formación para esas primeras generaciones de músicos profesionales y muchos de ellos, prometedores y talentosos (casi todos hijos y nietos de músicos de extracción campesina) no lograron superar la mediana formación que habían recibido y así se lanzaron a la atractiva vida profesional. Este sería el telón de fondo de esa nueva época de la música sinfónica, la de la Filarmónica, desde los años 1970s hasta ahora, que amplió ese público, consolidó el repertorio y que fue pieza fundamental para que se llegara a contar con los programas e infraestructura de formación y programación musical que el gobierno distrital lidera.

El sábado pasado, los cuarenta años de la Filarmónica pudieron ser más lucidos, al menos musicalmente. En mi opinión el programa resultó inadecuado. Dos de las tres obras estaban en tonalidad menor y la primera de las tres, en su indeterminación y su monta, tendía más hacia lo ‘menor’ que hacia lo ‘mayor’. Como uno de los temas fue México, era como si allí se hubiera celebrado un cumpleaños cantando La Llorona en lugar de Las Mañanitas. Creería que una celebración artística tiende más hacia las lentejuelas y el dorado que hacía el luto, y me imaginé que muchos de nosotros sólo sobreviviríamos la nebulosa densidad de la Sinfonía No. 1 de Sibelius pensando en las cajas de vino que nos esperaban en el hall del teatro. Digo lentejuelas, porque he asistido a conciertos celebratorios (ver aquí mismo Nezahalcoyotl y Trasmilenio) en que se selecciona un programa más brillante y ligero, con obras conocidas, que emplean a fondo la orquesta, que la hacen lucir y que la gente disfruta, programas que aunque suenen trillados dejan una sonrisa …. antes del vino.

Una magnífica solista, Virginie Robilliard, quien como contraste al romanticismo meditativo del Concierto de violín de Sibelius (una de las obras cimeras de ese repertorio) nos ofreció además de su técnica y musicalidad, su gracia y brillantez.

Virginie Robilliard con la Orq. Sinfónica del Estado de Mérida, foto: Gerardo Sánchez


Sin embargo, sigo pensando que en una celebración así, la solista debería ser la orquesta misma. ¿Cómo lograrlo? Por ejemplo, convocando un concurso internacional de composición para estrenar mundialmente la obra premiada. La Filarmónica tiene un gran prestigio en el ámbito latinoamericano que hubiera podido capitalizar favorablemente. Si no se pensó en eso o no se pudo hacer, una segunda opción hubiera sido un concurso nacional que nos hubiera dado al menos, una mejor obra colombiana para incluir en el programa.

El acto inicial tampoco brilló. Apenas si la escaleras del escenario alcanzaron para el homenaje a los personajes centrales del evento. Los minutos que duró la primera obra se hubieran empleado mejor para darles a los homenajeados un espacio en el centro del escenario, dedicándoles más atención, como merecían. La Universidad Nacional, su Conservatorio de Música, y el Auditorio 'León de Greiff', su sede por mas de tres décadas, hubieran también merecido un reconocimiento más explícito. El acto final, mucho mejor, buena música y excelente vino, rarísimo en ocasiones como esta. Magnífico el Mariachi, que exhibe tendencias que no se ven comúnmente en México como el rescate del arpa como instrumento acompañante y que hizo justicia a nuestra tradición en ese campo, dicen algunos, hoy de tanta calidad como la de México. Después de un par de copas –y en tertulia de músicos- fue difícil no ceder a comentarios sobre la precisión y la afinación de violines y trompetas en que salía perdiendo la orquesta. Por cierto oí también comentarios desfavorables a la pertinencia de este conjunto en un acto así, o apreciaciones negativas del hecho que el concertino hubiera tocado con ellos. No los considero procedentes. El mariachi es de lo mejor de nuestra tradición colonial instrumental hispánica (tradición campesina de la que vienen muchísimos de nuestros músicos profesionales) que no sólo fue un acertado un homenaje a un director mexicano sino también una de las mejores muestras de la vitalidad de la música popular urbana en nuestra capital. Las dos tradiciones se fertilizan mutuamente, un buen ejemplo lo tuvimos esa noche, en uno de sus mosaicos, que incluyó el Aserejé, el Vuelo del moscardón de Rimsky-Korsakov y la Camisa Negra. Hay en la red una buena muestra de como músicos que no cuentan con esta tradición (los de la Orquesta Filarmónica de Berlín), deben luchar intelectualmente con los acentos desplazados y las relaciones hemiólicas de obras latinoamericanas como el Huapango de Moncayo.

No soy parte del público asiduo de la Filarmónica y por eso agradezco la amable invitación que tuve el privilegio de disfrutar. Eso lo comprendí cuando al llegar al concierto encontré varios colegas desconcertados esperando que un amigo, a veces uno poco frecuentado, les obsequíara una o dos entradas, pues ellos con su tarjeta habían llegado a la taquilla para reclamar las suyas para sólo encontrar el lapidario letrero: 'Agotadas las localidades'. Hay que esperar que siga firme el compromiso del gobierno distrital y que no ceda ante los apóstoles de la privatización: aún tenemos demasiado cerca la ‘reestructuración’ de la Orquesta Sinfónica de Colombia en manos del actual presidente y la desaparición de la Banda Distrital en las del antiguo alcalde Enrique Peñalosa.

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